lunes, 11 de junio de 2018

Deudas del frío


Deudas del frío
Susana Rodríguez Lezaun
Editorial Debolsillo




Es Deudas del frío el segundo caso por resolver del inspector David Vázquez y, en buena medida, continuación de aquel Sin retorno de 2015 que colocó a su autora —Susana Rodríguez Lezaun (Pamplona, 1967)— en el abarrotado mapa del género policíaco y que le supuso, además, un considerable éxito de ventas.

Aun siendo volúmenes independientes que pueden leerse sin orden, conviene avisar de cómo la (sub)trama protagonizada por Irene Ochoa vertebra claramente lo que vendría a ser una trilogía. En efecto, la propia escritora ha anunciado que el manuscrito del nuevo libro, en el que presumiblemente pondrá punto final a la complicada situación que vive esta desequilibrada mujer, está ya en manos de su editora.

Tras resolver una serie de crímenes de peregrinos en el camino de Santiago, toca ahora al inspector Vázquez hacerse cargo del asesinato a sangre fría de Jorge Viamonte, presidente del banco Hispano-Francés cuya sede central está en Pamplona. Un hermano de Jorge Viamonte, Lucas —arruinado y alcoholizado— que habitualmente pedía dinero al banquero, pasa a convertirse en el principal sospechoso al haber quedado con él la tarde en que apareció tiroteado.

Así, ambientada en los años duros de la crisis, la obra de Rodríguez Lezaun resulta ser un completo muestrario de actitudes delictivas centradas en lo económico. El banco Hispano-Francés, hervidero de chanchullos y estafas, practica habitualmente lanzamientos de hipotecas que incluyen ejecuciones de desahucios. Si a esta situación se añaden los feroces recortes sociales y las jugosas comisiones ilegales que muchos políticos se llevan por adjudicaciones de obra resulta comprensible que grupos como «Los Indignados de la Plaza del Castillo» lancen amenazas, a través de un foro de Internet, contra Jorge Viamonte y sean sospechosos de haber atentado contra su vida.

Un segundo crimen, esta vez perpetrado contra el nuevo presidente del banco, Meyer, descarta al pobre Lucas y al ahora casi pintoresco grupo de Indignados. Vázquez, apoyado por sus subordinados, se entrevista con el vicepresidente, con el personal directivo y administrativo e incluso con los recepcionistas.

El equipo policial confirma que este banco es un nido de víboras.

El agente Alcántara —experto en finanzas— descubre que el día de su muerte, Jorge Viamonte aprobó una inversión de 300 millones de euros a una empresa venezolana de energías alternativas. Informes grafológicos avisan de que la firma de Viamonte, autorizando la operación, es falsa. Un rápido chequeo por Google demuestra que la empresa venezolana ni existe: alguien la creó virtualmente para embolsarse esa millonada.

El lector que disfruta de una investigación policial está de enhorabuena. Realmente nada de ella falta en esta novela y todas sus fases se desarrollan punto por punto ante sus ojos, quizá con abundancia de exhaustividad. Al prolijo aclaramiento de la estafa lo acompañan, en paralelo, los infaltables interrogatorios para esclarecer los crímenes, la aparición de testigos variopintos, las casualidades impensables, y una buena dosis de fortuna para la resolución final.

Por no estar sujeta a ningún canon y desarrollarse bajo unos parámetros de mayor libertad narrativa, la trama protagonizada por Irene Ochoa gustará más a aquellos lectores que prefieren ser capturados por historias duras y originales.


Comparto con vosotros el inicio de la novela:

Un gélido viento azotaba las calles de Pamplona, barriendo del suelo las hojas muertas de los árboles y los papeles que la ventisca había arrancado de las manos enguantadas de los viandantes. El invierno había llegado como solía hacerlo, tras un breve verano y un lluvioso otoño. El tímido sol que lució por la mañana apenas tuvo fuerza suficiente para calentar los cuerpos de los desamparados ciudadanos, obligados a abandonar sus caldeados hogares para aventurarse en las calles heladas, y ahora, con la luz en retirada y la noche plenamente instalada de nuevo en la ciudad, los peatones caminaban presurosos por las aceras o esperaban el autobús ateridos bajo las marquesinas, pateando el suelo con fuerza en un vano intento de sonsacarle al asfalto un poco de calor.
Sentado en el cómodo asiento de su coche, con la calefacción escupiendo un incesante chorro de aire caliente, Jorge Viamonte intentaba recordar cuándo fue la última vez que viajó en autobús.














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