viernes, 27 de julio de 2018

Fantasmas de la ciudad


Fantasmas de la ciudad
Aitor Romero Ortega
Editorial Candaya





Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985), autor de una novela (Deflagración), y de crónicas de viajes, debuta con Fantasmas en la ciudad en el género del relato. Lo primero que llama la atención de este libro es que está escrito con el aliento de un paseante. Estos relatos (los llamaré relatos porque los cuentos -y esta es una apreciación completamente subjetiva- suelen poseer una estructura más cerrada, ligados en el imaginario del lector al universo exclusivo de la ficción) están llenos de caminatas, de paseos por ciudades (Barcelona, Madrid, Grenoble, Nashville, Buenos Aires, Roma…), ciudades que  adoptan en dichos relatos un papel preponderante, casi tanto como los personajes que los pueblan. El propio autor va dejando en sus páginas rastros donde su literatura se mira en un espejo dando muestras de autoconsciencia como cuando escribe a propósito del narrador que protagoniza Fantasmas de la ciudad, relato que da título al libro:

En sus novelas siempre hay personajes caminando sin prisa por un tejido urbano que algunas veces es su propia ciudad y otras una mezcla alucinada de distintos fragmentos de las muchas ciudades que conoce y en parte ama.

Algunos relatos como La colmena, un cuento popular urbano o Conexión Montserrat, se asemejan formalmente a una crónica periodística, si entendemos el periodismo en en sentido amplio, el del nuevo (aunque ya no tan nuevo) periodismo de Gay Talese o del recientemente desaparecido Tom Wolfe. Es posible asimismo que el lector asocie ciertos pasajes de Fantasmas de la ciudad a la obra de Teju Cole, pues ambas aplican con éxito el recurso de dotar de espesor semántico y experiencial a la caminata que transcurre por espacios improbables de la ciudad, alejados del vademécum turístico.

Aitor actúa muchas veces como un perseguidor de personajes, literarios (Cesare Pavese en Hotel Torino), musicales (Bob Dylan en Spaguetti western), históricos  (Trotski en Conexión Montserrat), o simplemente ficticios (como el Kubalita de La colmena, un cuento popular urbano). Esta itinerancia de fondo en pos de sus personajes se contagia a la forma que usa el autor para contarnos estas historias, una historias facturadas con frases largas, meditativas muchas veces, a través de las cuales el lector se mete en los zapatos y en la mente del personaje/paseante. Aitor, me parece, comparte en buena medida el espíritu saturniano del que presumía ese otro gran paseante que fue Walter Benjamin. Y es que la idea saturniana funciona como metáfora de la escritura reposada pero también de la melancolía. Dice Benjamin en uno de sus apuntes biográficos: “Vine al mundo bajo el signo de Saturno -el planeta de revolución más lenta, el astro de las dudas y las demoras”. Son repetidas las ocasiones en las que el autor describe la escritura o la literatura como un hecho ligado a cierta época de la vida en la que el fuego de la juventud se ha reducido a rescoldo:

Escribir es una manera de hacerse viejo, de apartarse de la experiencia para revivirla al contarla, cuando a uno ya no le quedan fuerzas ni inconsciencia -que es la forma más pura de valentía- para atravesar la experiencia con total intensidad.

La escritura como momento melancólico. Algo que recuerda al tópico pictórico de la alegoría de la vida, casi siempre ejecutado en forma de tríptico: esperanza, amor y melancolía. Una sucesión cronológica de etapas asociada a la infancia, juventud y madurez en la que de manera un tanto simple, pero no por ello menos cierta, podríamos encasillar nuestra existencia.

Este libro está poblado de historias que van de lo biográfico a lo literario, pero también a la inversa. La vida de los personajes, que a veces -o al menos eso le parece al lector- se confunde con la del propio autor, obedece a estímulos que tienen que ver en muchas ocasiones con la literatura o la música. Hay una frase de André Gide que recoge Aitor en uno de sus relatos que podría ser central en la concepción de este libro. La frase de Gide viene a decir algo así como que no hay que escribir lo que uno vive sino vivir la vida como a uno le gustaría escribirla. Claro que (no nos pongamos estupendos) esto no siempre es posible; de hecho, muy pocas veces lo es, como reconoce el personaje (que bien podríamos asimilar al autor) de Dylan en Grenoble, la segunda parte de Spaguetti Western. Dicho personaje reconoce que escribió la primera parte del relato (Nashville Skyline) llevado por la fantasía de protagonizar una peripecia semejante y así escapar de la monotonía de su vida en la ciudad francesa. La segunda parte del relato, pues, actúa como una especie de contrapunto realista y más bien anodino tras el tono fantástico y alucinado de la primera. El autor (o su personaje) confiesa en la segunda parte del relato (Dylan en Grenoble) que no, que él no viajó a Nashville, que no acudió a un certamen de imitadores de Dylan ni charló con él; y que mucho menos se ha separado de su mujer. El coqueteo con la autoficción desaparece en el momento en el que el autor deslinda lo estrictamente biográfico de  ese más allá que es la ficción. Sí parece lograr el narrador ese objetivo (el de vivir lo que a uno le gustaría escribir) en  Hotel Torino, claramente un relato en el que la vida aspira a convertirse en literatura. El protagonista es en este caso un escritor que viaja a Roma para instalarse en el hotel Torino, situado frente a la estación de Termini, con la finalidad de escribir allí un dietario; un acto que resuena simétricamente con el protagonizado por Cesare Pavese, que vivió alojado días antes de su suicidio en el hotel Roma, frente a la estación de tren de Turín.

Aitor encarna esta dicotomía irresoluble de la ficción y la vida en dos de los personajes que protagonizan Fantasmas de la ciudad: el escritor de novelas y su amigo periodista. Ambos, amigos desde la facultad, conforman una dualidad al parecer irreconciliable. Los dos parecen envidiarse mutuamente. Cada uno de ellos admira en secreto el punto de vista desde el cual el otro afronta la escritura (la realidad y la crónica el uno, la ficción y la novela el otro), pero lo cierto es que ninguno de ellos vive enteramente satisfecho con su trabajo. Tal vez la única síntesis posible de ficción y vida sea la que protagoniza Naima en el relato que lleva el mismo título, una joven cuya vida consiste en un sucesivo engarce de situaciones que podríamos calificar de literarias y que sin embargo renuncia a ese gesto tal vez fútil que es la propia escritura.


Comparto con vosotros este maravilloso inicio:

Prólogo inventado:

Al poco de regresar a la ciudad, tras muchos años viviendo fuera, el escritor se encaramó a lo alto de esa sierra que los autóctonos llaman Collserola. Lo que desde allí vio le permitió distinguir unas pocas calles cuyo trazado desciende casi perfecto atravesando la ciudad en canal hasta morir poco antes de alcanzar el mar.



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