La mujer singular y la ciudad
Antes de leer la reseña de La mujer singular y la ciudad, os dejo un link a la reseña de la anterior obra de Vivian Gornick: Apegos feroces.
En Apegos feroces, Vivian Gornick (Nueva York, 1935) explicaba que su padre murió cuando ella tenía trece años. La madre, atravesada por una pena arrolladora y primitiva, impuso en el hogar un luto opresor. Por primera vez de forma consciente, la joven Vivian se sintió sola y exiliada del mundo. Entonces, volvió su rostro hacia la calle. Un gesto mínimo que inauguraba una concepción de ciudad como promesa de futuro y como paliativo contra el aislamiento interior.
La mujer singular y la ciudad está escrita desde esa mirada amorosa que anhela pisar las calles y viajar en metro para cambiar de barrio: del Bronx a Manhattan, Vivian Gornick transita la ciudad y la memoria, para (re)conocerse y (re)conquistarse; de las fantasías a los conflictos, asume que el “yo” es una ilusión caleidoscópica en un esfuerzo constante por seguir siendo un ser humano. Gornick ha hecho (hace) de su relación con Nueva York un acontecimiento fundamental para comprender su experiencia íntima.
La mujer singular se atrinchera en la soledad de las multitudes urbanas y en los vínculos con otras singularidades. Para la neoyorquina, deambular por la ciudad significa el encuentro ético y civilizado con los otros: destellos de vida urgente; reconocimientos y confidencias en la cola del supermercado; cuerpos, voces y palabras que se ahondan en la piel de la escritora. Nueva York es un retablo vivo de ancianos flacos y dignos, de nonagenarias trotskistas, de gente amable que da las gracias; un tumulto de pordioseros deslenguados y verduras en la calle, de parques, conciertos y grandes almacenes; un revuelo de lenguajes y particularidades configurando una cambiante y perpetua multitud.
Gornick vagabundea por las calles de Nueva York, pero también por los vericuetos de sus emociones y en ese pasear doble se gesta La mujer singular y la ciudad: unas memorias fragmentadas y torrenciales, atravesadas por el amor y las amistades, por los amantes y las heridas de la infancia; la historia parcial de una mujer contra la herencia materna del Amor Ideal (así, en mayúsculas) porque descubre que nunca el amor cambia nada a nadie. Gornick es la Odd Woman: la feminista radical y libertaria que grita en público “¡a la mierda los hijos!” y “¡a la mierda el matrimonio!”. Es la rara, la divorciada, la soltera que decide habitar la inestabilidad porque no quiere renunciar a su dolor primordial ni a curarse las heridas; ella es la solitaria y la escurridiza, la amante imperfecta y provisional que desea de los hombres sus gestos amorosos: la intimidad de las caricias y de las palabras al servicio del placer de la carne y del lenguaje, reversos necesarios el uno del otro.
Porque la escritora no comprende el sexo sin la amistad, o mejor: lo concibe vacío y fútil. Frente al deseo solo que nos convierte en mera carne vulnerable, defiende la palabra compartida como una de las herramientas más poderosas de vínculo con los otros. Conversar es, tal vez, agujerear ese velo invisible que como un muro macizo se interpone y separa a Vivian Gornick de los hombres. En todo caso, nadie termina de ser del todo bueno para ella y esa obsesión neurótica, aunque no le guste, es herencia de la madre.
Con Leonard, sin embargo, desaparece la manía por la imperfección de los otros. Amigos íntimos desde hace más de veinte años, son hijos de la cultura terapéutica y se sienten unidos por la necesidad de verbalizar y de analizar su malestar. Se desnudan con las palabras para reconocerse en la fragilidad esencial, mientras pasean y envejecen, cada vez más solos, más nostálgicos y melancólicos. No hay aquí afectos feroces ni escritura despiadada, sino la memoria elegantísima de una señora muy sabia que ama Nueva York y que ha aprendido a vivir en el apego desinteresado y en la compasión de sí y de los otros.
Como no puede ser de otra manera, os dejo el comienzo de esta excelentísima obra, que para mí ha sido como una guía sobre cómo existir:
Leonard y yo estamos tomando café en un restaurante del Midtown.
-Bueno -empiezo-, ¿cómo va la vida últimamente?
-Como si tuviera un hueso de pollo atascado en la garganta -dice-. Ni me lo puedo tragar ni lo puedo expulsar. Ahora mismo, me conformo con no ahogarme con él.
Mi amigo Leonard es un gay inteligente e ingenioso, sofisticado en lo que respecta a su infelicidad. La sofisticación da energía.