martes, 3 de abril de 2018

Cosmos


Cosmos
Eduardo Gismera
Editorial Kolima



"El amor da la paz a los hombres,
calma a los mares, silencio a los vientos,
lecho y sueño a la inquietud" Platón



La última novela de Eduardo Gismera nos sorprende entrelazando cuatro vidas fascinantes, con un final verdaderamente sorprendente.

Irene recorre el último tramo de su vida y en él rememora que, cuando era apenas una chiquilla, sucedió algo que cambió su vida para siempre. En tan solo unos pocos días nacería un secreto que mantuvo oculto desde entonces, un tiempo a caballo entre el mar de Granada y su traslado definitivo a Madrid.

Su historia se entrecruza enigmáticamente con la de Enrique, un viejo solitario que abandonó el sacerdocio y que se resiste a afrontar su pasado. Habita una casona destartalada en una pequeña aldea soriana a cobijo de la montaña y se siente fuera de todo tiempo y lugar.

Ambos comparten a intervalos la amistad de María y Alonso, una joven pareja de confidentes junto a quienes descubren que el destino puede ser huidizo y caprichoso, y envolver la existencia de los hombres en un halo misterioso e incomprensible.

Cosmos va desentrañando cuatro vidas paralelas que conocieron el privilegio del amor verdadero y la desdicha de reconocerlo esquivo. Pero los hados aún guardan una última y fantástica sorpresa a los protagonistas de esta magnífica novela que nos hace pensar que hay leyes que desconocemos que rigen nuestras existencias en la Tierra de una forma maravillosa.


Mezclando el amor, la pasión, los celos, y el destino con un dominio del lenguaje de suma maestría, Eduardo nos muestra en su tercera novela un perfecto modelo shakespeariano. 

Os dejo las primeras líneas de la obra:

Un rato antes, el viento despertó tras semanas de letargo y, a ráfagas, acercaba un denso aroma a tierra húmeda que convirtió en aún más irrespirable la tarde. Los veranos transcurren lentamente para las personas de mi edad. Nunca creí que fuera a hacerme mayor hasta constatar rendida, transcurridos casi setenta años, formar parte del último tramo del camino. Mi hálito quejumbroso, consecuencia del calor sofocante, no ayudaba a desmentirlo. La ventisca intermitente se mostraba incapaz de barrer el tiempo pasado. Entonces, el silencio que me cobija de antaño se vio sorprendido por el sonido seco, opaco y grave de una gota grande de agua y polvo que topó en el cristal de la puerta alta que daba paso a un diminuto balcón. Tenía baranda negra de hierro labrado y era la atalaya desde la que contemplaba el mundo que me rodeaba. Desde allí, mi ajado cuerpo no llamaba la atención. Como cada tarde, se veía la esquina del Ministerio de Asuntos Exteriores, quieta junto a una porción de firmamento, siempre el mismo. Minutos antes observé la llegada de una nube gris, manto portador de la inesperada sombra mortecina capaz de aliviar la vista y el alma. Cubrió el cielo de acero y mitigó la luz inmisericorde del sol cegador por costumbre a esas horas. Era un día veintiséis.


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